Bueno que pasa, ¿nadie me va a dar un beso?

lunes, 4 de octubre de 2010

El jardín de Ingrid



Fue hace un par de años cuando Ingrid advirtió por primera vez que la casa de la calle contigua, por la que pasaba todos los días cuatro veces, dos de ida y dos de vuelta, esa casa que tanto le gustaba, empezaba a dar signos de abandono. Tiempo atrás le gustaba sorprender a las mujeres del barrio extasiadas ante sus arriates, exclamando: "¡Qué preciosidad!" ante la contemplación de sus espectaculares rosales. Pero en aquella ocasión los mismos rosales empezaban a marchitarse, el caminito que conducía a la casa se llenó de malas hierbas, y las cartas empezaron a amontonarse en el escalón de granito que hacía de escolta a la desvencijjada cancela de hierro que la anciana dueña de la casa pintaba a brocha con paciencia, todas las primaveras, de un color gris metalizado que le daba cierta prestancia, aunque también un aire a lo viejo, en desuso, que la hacía meditar: "Es curioso. Esta mujer se pasa dos tardes enteras pintando esta verja para que en realidad a la gente más joven nos siga pareciendo igual de antigua y pasada de moda."

Ingrid preguntó a los vecinos de al lado, y éstos le explicaron que la mujer había muerto hacía cosa de dos meses: "Una tarde vino una ambulancia y se la llevó", le contestó un señor de unos 50 años en el quicio de la puerta, mientras se fumaba una aromática pipa. "Mi señora se ofreció a acompañarla en la ambulancia, y así fue. Pero cuando llegaron al hospital aparecieron por allí dos de sus hijos. le dieron las gracias a mi mujer por acompañarla y le dijeron que ya se hacían cargo ellos, ¿no es así, Gertrudis? Siiiiiii", se escuchó a una voz femenina contestar desde el fondo de la casa. "Gracias señor", contestó Ingrid, y se marchó.

Ingrid se dijo que aquello era demasiado bonito para dejarlo morir sin más, así que se propuso mantenerlo vivo, en la medida de sus posibilidades. Una tarde se acercó por allí con unas tijeras de podar y se entretuvo en podar los rosales y arrancar las malas hierbas. Como allí no había agua, inventó un sistema para llevar dos garrafas en su bicicleta, una a cada lado, como si fueran dos alforjas, y con el agua que llevó en ellas en los días siguientes, regaba las plantas. Pronto las flores recuperaron su color y su esplendor. La madreselva comenzó a brotar con mil flores blancas, y las brácteas de la buganvilla empezaron a invadir la tapia con su intenso color rosado, y posteriormente a superarla.

Pasó el tiempo y llegó la primavera, y el jardín era un auténtico vergel. Era curioso contemplar a Ingrid, delante de la casa, sentada en una vieja butaca de playa leyendo un libro a la sombra de una acacia, o hablándoles a las bignonias mientras don Ignacio, pipa en ristre, la observaba deleitado desde su balcón. Por aquel entonces ya doña Gertrudis le había prestado a Ingrid una manguera conectada al grifo de su propio jardín para que pudiera regar más cómodamente las plantas, y no tuviera que traer las pesadas garrafas desde su casa.

Pasó el tiempo y llegó el verano. El jardín resplandecía de verdor, de frescor y de cantos de pájaros que anidaban en las ramas de sus árboles. Doña Gertrudis un día invitó a Ingrid a cenar con ellos en su terraza. Este amable matrimonio tenía montado un cenador precioso, con una pérgola de la que colgaban miles, millones de racimos de flores lilas de una gigantesca wisteria que nacía en el jardín contiguo y trepaba por la fachada de doña Gertrudis y don Ignacio. "No sabes, niña, -le dijo doña Gertrudis a Ingrid- Lo que se disfruta este jardin por las noches, cuando tú te marchas. Ya era hora de que lo disfrutaras con nosotros una noche". Don Ignacio le dijo a Ingrid: "Hija, los hijos de la señora Prudencia van a poner la casa en venta, ¿Por qué no se la compras?"

Ingrid respondió: "No me parece una buena idea. Adoro este jardín, pero si fuera mío, no sería lo mismo". Tras tres segundos de silencio, y bajo la sorprendida mirada de don Ignacio y doña Gertrudis, Ingrid sonrió y desmintió: "que es bromaaaa. Ya me gustaría, pero no tengo un duro". Aquella noche hablaron, cantaron, rieron y brindaron hasta que los grillos, aburridos, se marcharon a dormir.

Y pasó el tiempo, y llegó el hijo de la señora Prudencia con un comprador. El comprador compró la casa, y poco después hizo solar todo el jardín y construir una piscina, y entregó los antiguamente preciosos metros de jardín a un feo y mal encarado perro guardián que ladraba a todo el que pasaba por delante de la casa, incluida Ingrid.

Gracias, Jorge, por tu valiosa información sobre plantas

4 comentarios:

  1. Yo creo que los grillos no se aburren . En todo caso se cantan la nana o la cantan a los demás, pero no se aburren. Simplemente viven en el frescor de una noche de verano...
    oye veo a tu amigo Jorge como el jardinero de esta preciosa casa cuidando a las brácteas de la bungavilla!! Por cierto que planta es está, Sara?

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  2. Jolin... he sido capaz hasta de imaginarme el olor de este jardin al pasar y al anochecer sentada mientras el fresco te hace ponerte una chaquetilla... Lindo relato (con final realista incluido, que le vamos a hacer). Un beso niña del sur, desde el idem

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  3. Leer tus frases acompañadas de esta música TAN BIEN seleccionada ha hecho... ha hecho que al levantar de mi silla mis pies caminaran sin tocar el suelo...(durante tres o cuatro pasos)

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  4. te tengo un poco abandonada niña. Qué bonito, me ha molado un montón...

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